28 de enero de 2014

"De la casa de mi padre".

 Jaime Izquierdo. 

Sobre Manolo Corces y los árboles, en San Esteban de Cuñaba.




"Cada vez que le pregunto a Manolo por un árbol se le ilumina la cara e inicia un discurso laudatorio, casi hagiográfico (historia de la vida de los Santos). Nunca les encuentra defecto alguno.

Manolo habla de los árboles, de las cabras, de las vacas y de los perros no como fueron en otros tiempos y para otras generaciones. Habla como lo que todavía siguen siendo: parte de su casa, miembros de su familia…

Sea el árbol que sea no le encuentra jamás un vicio y si yo, para provocarlo, se lo busco,
entonces él lo disculpa. Si el fresno quema mal en verde y da mucho humo no es culpa 
del propio fresno, sino del necio que se empeña en hacer lumbre con un árbol nacido para alimentar al ganado con sus hojas en septiembre y para construir aperos con su madera flexible.

Si me quejo de los nudos en la madera de roble, él los encuentra oportunos, magníficos, los mejores para reforzar una estructura cuando se convierte en viga. Por no hablar del castaño al que no sólo no se le conoce defectos, sino que roza un virtuosismo propio de los dioses.

O de la encina, frugal, equilibrista, modesta, que vive sin consumir suelo, ni tierra siquiera, medio colgada del cielo, medio colgada de la pared, que no pide nada y que se ofrece generosa con su bellota para rematar las últimas semanas de la alimentación del cerdo y, sobremanera, para alimentar a las cabras cuando las nieves cubren durante días los pastos. 

Entonces las copas de las encinas, siempre verdes, se convierten en el único bocado de la montaña, que comparten en hermandad cabras y rebecos.

Manolo me cuenta que siendo niño, durante las grandes nevadas de los años cincuenta, las encinas salvaron la vida de los rebaños del pueblo. Y por eso les profesa gratitud eterna.

Durante el invierno de 1953 la nieve cubrió durante semanas San Esteban. Las cabras se 
pasaban las noches en las cuevas, habilitadas como cuadras y parideras y, con la llegada del día, los vecinos abrían una huella en la nieve para encaminar al ganado hacia el encinar.

Las copas de las encinas, vencidas por el peso de la nieve, se aproximaban entonces a la 
boca de los animales que las ramoneaban y las podaban a la vez que les quitaban la hiedra y algunas ramas enfermas. El movimiento y el trasiego de las cabras las liberaba del peso de la nieve y entonces, como si se disparase un resorte, las copas recuperaban su porte saneado, lustroso, aliviado y libre del diente de los animales hasta la siguiente nevada.

Las cabras, en pago por los servicios prestados, dejaban a cambio sus cagarrutas, que se 
colaban por las grietas de la caliza para servir de sustrato a las raíces que sujetan la encina a la roca y a la vida.

Mucho antes de que las encinas ayudasen a las cabras de San Esteban a superar los rigores del invierno ya lo hacían con sus antepasados prehistóricos, los rebaños silvestres que fueron luego domesticados, hace miles de años, por los primeros pastores. Su vínculo, la alianza entre cabras y encinas en los desfiladeros de los Picos de Europa, es tan antiguo que nadie sabe quién llegó primero.

Ahora que ya no hay cabras, ni cabreros, ni inviernos como los de antes, las encinas se están cubriendo de hiedra. Quizá enfermen de pena añorando los tiempos en que sus bellotas alimentaban a los más lustrosos cerdos de la aldea y sus amigas, las cabras, subían a aliviarlas del peso de la nieve y a rejuvenecerlas con sus podas a diente"...

Del Bosque Habitado. Radio 3.


                                 

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